Por Manuel Baldomero Ugarte
[22 de Enero de 1916]
Publicado en La Patria del 22/1/1916. Reproducido en el libro La Patria Grande, 1922.
Cierta asociación acaba de formular
una petición en el sentido de que se prohíba ejecutar el himno nacional y
llevar la bandera argentina en las manifestaciones públicas. A pesar de
las razones que se aducen y del pretendido "respeto hacia los símbolos
nacionales", la simple enunciación de esta idea levantaría en cualquier
país de Europa un inmediato clamor hostil.
Aquí
vemos con indiferencia que en vez de la bandera nacional, ondee al
viento una tela desteñida, unas veces gris, otras verde y otras
completamente blanca; asistimos, sin inmutarnos, a la apología del
antipatriotismo, permitiendo que se levanten tribunas desde las cuales
se ridiculizan nuestras glorias y se abomina la idea de patria; leemos,
sin indignación, que hay regiones de nuestro territorio donde niños
nacidos en este suelo, y por lo tanto ciudadanos argentinos, no saben
articular una palabra en el idioma nacional; y estamos tan adormecidos y
dispersos, que esta nueva fantasía no nos conmueve.
Sin
embargo, somos hijos de un país cosmopolita, donde la nacionalidad se
viene acumulando con ayuda de aportes disímiles, y a veces
contradictorios, que exigen un especial esfuerzo de conglomeración; y la
lógica más elemental debiera decirnos que lo que aquí se impone antes
que nada es difundir y afianzar el sentimiento nacionalista por medio
del razonamiento, el color, el sonido, los recuerdos y cuanto concurre a
mantener en el alma esa maravillosa emoción colectiva que se llama el
patriotismo.
Así vemos, por
ejemplo, que Norteamérica, país de inmigración como el nuestro y
colocado por los hechos ante el mismo problema, lejos de hacer de la
bandera y del himno un artículo de lujo, reservado a circunstancias y
clases determinadas, entrega los símbolos y las concreciones de la
nacionalidad a la masa popular, que al adoptarlas y al hacerlas suyas en
todas las circunstancias de la vida, les da su verdadero alcance y su
significación final.
La
bandera norteamericana la vemos en el escenario de los teatros, en los
artículos de comercio, hasta en los cigarrillos y en los pañuelos de
manos.
Quien desembarca en Nueva
York no halla otra cosa en las vidrieras, en los balcones de las casas,
en los tranvías y en los carteles.
Lo
mismo ocurría, antes de la guerra, en Alemania y en Francia. En Buenos
Aires mismo, ciertos productos extranjeros usan en su propaganda, para
atraer las simpatías de los connacionales, el símbolo del país de
origen.
La bandera y el himno
son, en realidad, la mirada y la voz de un conjunto nacional. Aquí se
pretende que nuestra nacionalidad sea sorda y ciega, o, por lo menos,
que sólo recupere el uso de esos sentidos en circunstancias especiales.
Si
la fantástica petición que comentamos fuera aceptada, llegaríamos a
sancionar inverosímiles paradojas. Las colectividades extranjeras
residentes entre nosotros podrían desfilar libremente a la sombra de sus
banderas, y los únicos que no podrían desplegar la suya serían los
argentinos. El himno francés, es decir, La Marsellesa, resanaría en las
calles cada vez que así lo quisieran los transeúntes, pero nos estaría
vedado lanzar al aire las notas del himno argentino. La bandera roja,
símbolo de los ensueños internacionalistas y de la negación de la
patria, podría ser levantada en todas las plazas públicas y la bandera
argentina, representación de nuestro núcleo independiente, no podría
salir a la calle.
Parece inútil
insistir sobre las consecuencias que crearía semejante estado de cosas.
Si hay núcleos políticos que abusan de los signos nacionales, el buen
sentido público se encargará de hacer justicia. Pero no pongamos en el
comienzo de una nacionalidad que necesita como pocas ensancharse y
afirmarse por la virtud de los símbolos, la traba incomprensible y
peligrosa que nos proponen.
Lo
que nuestra república cosmopolita y poco coherente exige, no es que se
concrete la nacionalidad en un grupo dirigente, que en ciertos momentos
ha estado lejos de ser la mejor expresión de nuestro conjunto, sino que
se expanda y se difunda hasta invadir todos los cerebros y todos los
corazones para amalgamarlos, no ya en un simple conglomerado material,
sino en un conglomerado más completo y más alto, que dé a todos un punto
de partida en el pasado y un punto de mira en el porvenir, sancionando
la verdadera continuidad solidaria que ha sido el secreto de las más
grandes fuerzas históricas.
MANUEL UGARTE
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